Opinión | Hambre como arma, infancia como blanco

Hambre como arma, infancia como blanco - Jéssica Huamán - Perú

Nos hemos vuelto expertos en mirar sin ver, en saber que en Gaza mueren niños todos los días y no estremecernos. Escuchamos que un bebé falleció por desnutrición y seguimos con nuestras rutinas. Leemos que más de 70.000 niños necesitan tratamiento urgente contra el hambre y, aun así, no sentimos urgencia. Esa indiferencia no es neutral: es cómplice.

En Gaza, la guerra no solo mata con bombas; también mata con hambre, con el estómago vacío, con el cuerpo debilitado que se apaga en silencio. Naciones Unidas ha dicho lo que muchos aún se niegan a pronunciar: Israel está usando el hambre como arma de guerra. El bloqueo impuesto sobre la Franja ha impedido de manera sistemática y sostenida el ingreso de alimentos, agua, medicinas y combustible.

Hoy, según el Programa Mundial de Alimentos, la totalidad de la población gazatí vive bajo inseguridad alimentaria aguda, y casi medio millón de personas enfrenta condiciones de hambre catastrófica. Las madres no tienen con qué alimentar a sus bebés, los niños mueren de inanición, mientras más de 116.000 toneladas de alimentos están almacenadas, bloqueadas y sin poder cruzar.

Sé cómo el cuerpo se consume por hambre, y no lo digo desde la teoría, sino desde la experiencia de trabajar con personas que alguna vez pasaron por ahí. Cuando un cuerpo deja de recibir alimento, lo primero que hace es consumir la glucosa en sangre, su fuente más inmediata de energía. Al agotarse esta, recurre a las reservas de glucógeno del hígado, lo que puede generar fatiga, debilidad muscular, mareos y dolor de cabeza. Esta fase puede durar algunas horas o días, dependiendo del estado nutricional previo de la persona. Después, el cuerpo empieza a descomponer la grasa acumulada, generando cuerpos cetónicos como fuente alternativa de energía. Este proceso, llamado cetosis, puede provocar cetoacidosis, especialmente peligrosa en niños, ya que altera el equilibrio ácido-base y puede producir daño en órganos sensibles como los riñones y el cerebro. La cetoacidosis no solo genera malestar físico, puede producir alteraciones neurológicas, náuseas persistentes, arritmias y confusión.

“Hemos aprendido a ver imágenes de cuerpos raquíticos sin inmutarnos, nos hemos resignado a que mueran en silencio».

Cuando las reservas de grasa también se agotan, el cuerpo no tiene otra opción que descomponer proteínas: comienza a degradar los músculos, incluyendo los del corazón. Este proceso llamado catabolismo proteico, debilita gravemente al organismo, deteriora la función cardíaca y respiratoria, y compromete el funcionamiento del hígado y los riñones. El cerebro reduce su actividad como mecanismo de ahorro, lo que afecta la capacidad cognitiva y la conciencia. Al mismo tiempo, el sistema inmunológico colapsa, sin proteínas suficientes, ya no puede producir anticuerpos, glóbulos blancos ni reparar tejidos. Las barreras del cuerpo, como la piel y la mucosa intestinal, se debilitan, y las infecciones se multiplican. Enfermedades como diarrea y neumonía, que en condiciones normales serían tratables, se convierten en causas inmediatas de muerte. A esto se suma la deshidratación severa, que precipita el fallo multiorgánico.

En niños, este proceso ocurre más rápido, ya que su cuerpo es más pequeño, sus reservas más limitadas. Por ello la inanición infantil lleva en cuestión de días a una desnutrición aguda severa, que se manifiesta en emaciación extrema, abdomen distendido, edema por falta de proteínas (kwashiorkor), pérdida de cabello y, finalmente, coma. Así muere alguien por hambre, no por una única causa, sino por el colapso en cadena de todo el cuerpo. Así están muriendo en Gaza.

Lamentablemente, esta situación se repite una y otra vez. Solo 24 horas, cinco personas murieron por desnutrición, entre ellas un bebé. No porque no existan alimentos, sino porque se impide que lleguen, porque se criminaliza la ayuda humanitaria, porque se invoca la seguridad nacional mientras un niño pierde la vida por no comer.

Y lo más grave es que lo estamos normalizando. Hemos aprendido a ver imágenes de cuerpos raquíticos sin inmutarnos, nos hemos resignado a que mueran en silencio, sin indignación externa, sin mayores titulares. Pero el hambre también mata, mata con la misma violencia, solo que más despacio, y de forma mas cruel.

Se están vulnerando derechos fundamentales. Comer es un derecho, y que un niño pueda alimentarse no debería depender del resultado de una negociación política. No podemos seguir llamando “daño colateral” a la inanición deliberada de miles de personas. No podemos seguir diciendo “es complejo” cuando lo que hay es un cerco que impide que la comida entre.

Decir las cosas por su nombre importa. La comunidad internacional lo sabe, y aun así, sigue fallando en detenerlo. Gaza no necesita más lamentos: necesita acción, corredores humanitarios reales, suministros urgentes, decisiones políticas que prioricen la vida. Porque cuando un niño muere por hambre, no solo se muere él. También se va muriendo la humanidad.