Opinión | Dignidad y respeto para las lideresas de las ollas comunes

En las alturas de Lima, donde la pobreza no se mide en cifras sino en realidades cotidianas, hay mujeres que, desde hace años, sostienen la vida con cucharón en mano. Son las lideresas de las ollas comunes, mujeres organizadas que han construido, con esfuerzo, creatividad y resistencia, una de las respuestas más potentes y concretas a la inseguridad alimentaria de nuestro país. Sin embargo, a pesar de su enorme aporte, su trabajo sigue siendo subestimado, invisibilizado y, lo que es peor, en algunos casos, públicamente menospreciado.

¿Cómo es posible que una autoridad se refiera de manera despectiva hacia mujeres que han luchado durante años por la alimentación de sus comunidades? ¿Cómo se permite el discurso fácil que las minimiza, las ignora o las instrumentaliza según la coyuntura política?

Las ollas comunes no nacieron de un programa estatal ni de una iniciativa municipal. Nacieron del hambre. De la necesidad. De la solidaridad entre vecinas. En tiempos de crisis, primero sanitaria, ahora económica, fueron las que garantizaron que niños, adultos mayores y familias enteras pudieran comer al menos una vez al día. Donde no llegó el Estado, ellas estuvieron. Donde no hubo presupuesto, hubo comunidad. Donde faltaron políticas públicas, sobraron manos dispuestas a organizar, cocinar, distribuir y sostener.

¿No merece eso un reconocimiento digno y sostenido? ¿No debería ser ese trabajo un pilar de las políticas sociales en lugar de un recurso asistencial puntual o una foto para campaña?

«Las ollas comunes necesitan financiamiento sostenido, no donaciones intermitentes. Necesitan articulación con los gobiernos locales y con los programas sociales».

Las lideresas de las ollas comunes no son receptoras pasivas de ayuda. Son gestoras del derecho a la alimentación. Son promotoras de organización social, salud comunitaria y trabajo colectivo. Y todo eso lo hacen, en la mayoría de casos, sin sueldo, sin seguro, sin herramientas y sin descanso.

El desprecio con el que algunas autoridades han hablado de ellas no solo revela desconocimiento, sino también una profunda desconexión con el territorio y con la lucha histórica por la justicia alimentaria en el Perú. Porque despreciarlas no es solo un insulto a su trabajo: es un ataque simbólico a las mujeres organizadas, a los barrios populares, a la economía del cuidado, al derecho básico a alimentarse con dignidad.

Por eso urge exigir no solo respeto, sino políticas concretas que reconozcan su rol. Las ollas comunes necesitan financiamiento sostenido, no donaciones intermitentes. Necesitan articulación con los gobiernos locales y con los programas sociales del Estado. Necesitan ser parte de la planificación y del diseño de estrategias de seguridad alimentaria y nutricional. Y, sobre todo, necesitan ser escuchadas. Ellas saben mejor que nadie lo que falta, lo que funciona, lo que duele.

Las palabras de desprecio no pueden tener cabida en un país con más del 51% de su población con inseguridad alimentaria. Menos aún si vienen de quienes deberían estar garantizando derechos. Porque en cada olla común hay una historia de lucha, una comunidad que se organizó para que nadie se quede sin almorzar.

Respetar a las lideresas de las ollas comunes es, en el fondo, respetar la vida. Es reconocer que sin ellas, la crisis hubiese sido más cruel. Es entender que la seguridad alimentaria no se decreta desde un escritorio, sino que se construye desde abajo, con manos, con afecto, con comunidad. Es, finalmente, comprometerse con un país más justo.

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