El distrito de La Victoria ha sido el laboratorio del mestizaje cultural del Perú. De allí salieron artistas populares, músicos, compositores. La chicha se gestó bastante bajo los cerros san Cosme y El Pino. La Parada fue el punto del final del descenso de las cordilleras. No en forma de huayco, sino de armonía, de integración de los colores. Se inventó el caldo de gallina, el plato de siete colores. Y entre toda esa efervescencia, entre esos fervores, de creación, de necesidad y dignidad, entre vítores de hinchas del Alianza, surgió el grupo Del Pueblo, por Matute, esa residencial, de edificios entre el estadio del equipo blanquiazul del barrio y la avenida México.
Yo tenía mi casete de Del Pueblo, con esas canciones de Piero Bustos que me despertaban una nueva visión de lo que se vivía en esos años, eran fines de los ochenta, y nunca dejé de escucharlos y no dejé de seguirlos. La influencia se siente en mí hasta hoy, en todo lo que escribo. No es solo la atracción por la crónica realista, ese apego a narrar lo más descarnado de la ciudad, de las calles de Lima, de la idiosincrasia peruana, sino, principalmente, por la armonización a partir de lo musical, del rescate de las voces de todas las sangres, de todas sus gradientes mestizas. Creación heroica, pedía Mariátegui, y Piero la siguió al pie de sus letras. Se hizo a sí mismo. Creación y heroicidad.
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Hace unos días fui a la presentación de su primer disco de solista, “En Perfecto Estado de Ebriedad”. Se presentó con un nuevo grupo de músicos, y fue una performance entre lo perfectamente musical, el testimonio autobiográfico y el teatro. Su propuesta empezó con una imagen de la infancia, la migración de su madre y de él, de la sierra a la capital. Luego una rockola para poner una moneda y escuchar un bolero, el bar nos remitía al don Lucho de Quilca. Luego rememoraba la intensidad de la playa La Herradura; después la poética de un bosque, la lírica de la naturaleza, José María Arguedas atrás, con su rostro gigante, con el sueño del pongo. Era un viaje de su vida, de su trayectoria, de su crecimiento, de su amor y su desamor, pero también era otro viaje a dimensiones culturales de un país en perpetuo conflicto, y ambos viajes se encontraron en lo profundo de su ser, en esa zona que solo la ebriedad permite entrar, auscultar. Allí aparecen figuras como Grover Gambarini, Hudson Valdivia, con esa violencia interior que aflora como la espuma, de esa necesidad de expresar lo inexpresable, de querer restituir lo perdido. La embriaguez abría las puertas. Por eso dijo el cantautor, que nunca necesitó de un psicólogo; las bebidas espirituosas funcionaron mejor. Él hizo el trabajo terapéutico para un país trágico, y su trabajo era y es hacer música.

Su compromiso es político con la rebeldía, con la protesta, con el ideal de un mundo mejor, más justo, más igualitario. La embriaguez no es solamente entrar al don Lucho, al Queirolo, al Wony, no solo es eso; es salir a las marchas, es jugarse la carrera, el arte, la vida. Y Piero se la jugó muchas veces. Y por eso esa noche estaba de alguna manera celebrando su triunfo, su persistencia. Es decir, su arte y su compromiso vital a prueba de rochabuses, gases e incluso rejas. Esa constancia, esa sensibilidad inclaudicable, esa fe como la rueda de Sísifo. Y el concierto y la dramatización (acompañada de Miguel Blásica y su pequeño hijo) acababan, finalmente, en el mar, la mar nuevamente.
El mar es marea, es movimiento constante, es vibración como la música, es sonido y atracción, es imán, es reinicio, es de nuevo comenzar. Piero ha hecho de la música su vida, de su compromiso un arte total. Ha trascendido. Ha hecho revolución. Ahora grabó un disco solista, pero no está solo. El auditorio estaba lleno, gritándole ¡buena Piero!, ¡más Piero!, y acabado lo programado, se mandó con un bonus track, con uno de sus temas emblemáticos, Posesiva de mí. “Hay que estar siempre ebrio. Todo se reduce a eso; es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo, que os destroza los hombros doblegándonos hacia el suelo, debéis embriagaros sin cesar. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como os plazca. Pero embriagaos”, decía Charles Baudelaire. Por eso, ¡salud, Piero!
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